Dejad que los griegos descansen en paz

Blasfememos un rato, va.
Se supone que los actores tienen que conocer a los autores clásicos, sobre todo determinadas obras común y canónicamente aceptadas como fundamentales, entre ellas, como no, las tragedias griegas. Nos consta sobradamente que esto no sólo no es así, si no que muchos de ellos ni siquiera están interesados en capacitarse para poder acceder algún día a su lectura. De hecho, cuando los estudiantes de teatro se acercan a los clásicos suelen trabajar, en el mejor de los casos, escenas de versiones contemporáneas. No lo mencionamos por purismo sólo constatamos que se les facilita el camino pero no se les explica el atajo.

Por otro lado, ¿cuándo y dónde se decide que es hora de volver a montar un clásico? ¿Quién? En España, por ejemplo, se defiende, se insiste y se exige que cada año haya un amplio porcentaje de textos clásicos en cartel. Todos, por supuesto, cuentan con jugosos subsidios estatales y son proyectos estériles, cadáveres de obra, antes de ver la luz. Lo que se ofrece, una y otra vez, es una puesta presuntuosa con la que justificar los gastos, una declamación antigua y espamódica y ni un ápice de verdad sobre el escenario. Es cierto, es cierto, el público no lo sufre demasiado porque hace años que viene mal nutrido y no esperan otra cosa del teatro. Al teatro se va para ser culto, para quedar bien, pero sobre todo, se va para aburrirse y jurar que no se vuelve más, que es la última vez.

El público, no sólo el español, comulga con un preconcepto antiguo, caduco y hueco de lo que implica ir a ver la puesta en escena de una tragedia griega. Van a ver grandes actores, largos parlamentos, antigüedad rescatada, algo lleno de sabiduría. También esperan cierta sobriedad estética, algo que se sostenga con luces, espacios vacíos, algún elemento simbólico... Y por supuesto hay un coro. Sí, sí, esos que visten casi idéntico y que hablan a la vez, esos, son el coro clásico. Eso van a ver, eso se encuentran, y parece no importarles, no dolerles, no llamarles la atención, el hecho de que en el espacio escénico no PASE NADA. Los actores mentirosos van y vienen con sus largos parlamentos, cumplen a rajatabla todas las absurdas marcaciones caprichosas del director de turno, y ante nuestros hastiados ojos desfilan las escenas que conocemos, las que esperamos como público cultivado, esas sobre las que se asienta el mito universalmente conocido. No falta nada. Y, como es lógico, también llega el aplauso y los pertinentes bravos alabando a la figura principal del elenco.

(Pregunta: ¿ya han afinado el oído para distinguir entre un aplauso mecánico, automático, cumplidor, y uno de verdad? ).

Cuando se estudia teatro los alumnos debieran morirse de ganas por profundizar en esos personajes tan complejos y extremos que ofrece la tradición clásica porque rara será la ocasión en la que podrán representarlas trabajando y haciéndoles justicia. Las obras clásicas forman parte de las cosas "bien", y, como tales, corren a cargo del teatro oficial, ese de las grandes sales, los grandes telones, grandes presupuestos y grandes mierdas.

Lo lamento, pero del mismo modo en el que nunca se me ocurriría felicitar a un escritor porque no comete faltas de ortografía o a un neurocirugano por lo bien que da los puntos al cerrar la herida, no creo que haya que felicitar a un actor por su correcta dicción, su memoria, su proyección o su presencia escénica. Si alguien sobre un escenario no maneja ese abc, no puedo imaginar qué carajo hace ahí. La responsabilidad del director que se decide a trabajar un clásico debe apuntar a la excelencia en todos los aspectos, de no ser así, no molesten, por favor.

La esencia de la tragedia, afortunadamente, no desaparecerá porque los textos siguen estando a nuestra disposición. Leámoslas. Solos y en silencio. A ver si alguno aprende algo. Y después, si les sobra plata y/o tienen sueño, revisen la cartelera de turno a ver qué están destrozando. Arménse de paciencia, pero no dejen de ir. Se aprende mucho viendo mal teatro.

Y tranquilos, el aplauso inmediato apenas se haga el apagón, les ayudará a despertarse del letargo.

Jaime Gil de Biedma


Resolución
Resolución de ser feliz
por encima de todo, contra todos
y contra mí, de nuevo
-por encima de todo, ser feliz-
vuelvo a tomar esa resolución.

Pero más que el propósito de enmienda
dura el dolor del corazón.


**

No volveré a ser joven


Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-cómo todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.


J. Gil de Biedma. Las personas del verbo, Lumen, Barcelona, 1998.

La mirada de la infancia


No le es dado al hombre conocer a sus semejantes. Tampoco el conocimiento del niño que fue: fue niño pero lo olvidó, ha olvidado por completo la atmósfera interior de su infancia. Se trata, pues, de una pérdida de la memoria del tiempo de la infancia. Michaux habla de la mirada del niño:

Miradas de la infancia, tan particulares, ricas en no saber, ricas de extensión, de desierto, grandes por ignorancia, como un río que fluye (el adulto ha vendido la extensión por los hitos en el camino), miradas todavía no atadas, densas de todo aquello que se les escapa, plenas de lo todavía indescifrable. Miradas del extranjero... (...)

... el hombre ha sido niño. Lo ha sido mucho tiempo y, según parece, lo ha sido en vano. Algo de esencial, la atmósfera interior, un yo no sé qué que iba ligando todo, ha desaparecido y con ello todo el mundo de la infancia (...) el olor de la infancia está encerrado en nosotros (...) y es irrecuperable. (...)

Michaux ilustra esta pérdida definitiva con un magnífico ejemplo:

A los ocho años, Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníval de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que treinta y uno, se ha vuelto un individuo, nos es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca.

Alejandra Pizarnik, "Pasajes de Michaux", en Prosa completa, 3ªed., Barcelona, 2006.